¡Cómo me voy a quejar!

Nací en Valladolid como podía haber nacido en cualquier otro lugar. No me quejo. Nací en Julio, como podría haber nacido cualquier otro mes. No me quejo. Nací con poco peso y muchas ganas de mirar todo. Había expectación. La gente sonreía a mi alrededor. Nadie se quejaba. Todos contentos, así que lo tuve claro. Lloré un poco para tranquilizar a los presentes, me estiré cuanto pude y me intenté agarrar la colita para confirmar mi suerte de campeón, de muchachote feliz. Una pierna, otra pierna… debe de estar por aquí… pero no… qué pasa… y estos de qué se ríen… algo falla… Nooooooooo. No había colita. Me fijé mejor y aquellas miradas felices se transformaron en sonrisas complacientes a medio hacer. Entonces… ¿soy niña? – “claro hija, tienes vulva, pero te queremos igual”- Gracias, si yo no me quejo…

En un minuto me recompuse, soy de reacciones rápidas. Allí mismo, mientras el médico me ataba el cordón umbilical, me puse en acción. En apenas dos llamadas telefónicas ya tenía dietista, esteticién y la pre-inscripción para dos masters, un curso de inglés y hora con el peluquero. Me llevaron a una sala de neonatos arrancándome el teléfono de las manos. A mi lado un niño se tocaba los huevos mientras se le caía la babilla. Cómo sonreía el cabrón… llamó a la enfermera y le pidió un chuletón al punto. Yo le pedí una zanahoria poco hecha. Me trajo media. “Ya me lo agradecerás cuando entres en la 36”, me dijo. Después recogí la mesa, limpié el polvo de la incubadora y me arreglé las uñas al tiempo que repasaba los phrasal verbs. Mi vecino eructó en perfecto castellano y se volvió a dormir. Tenía mucha clase el jodido. Llegó la noche y, como estaba cansada, dejé la mitad de la plancha para la mañana siguiente. Soñé en rosa, como me dijeron. Cuando cantó el gallo, ya tenía los pañales doblados, colocados, almidonados y sabía conjugar perfectamente el verbo go on, el carry on y el make up. Tomás –mi vecino de al lado- se despertó y me dijo “guaaapa”. Le preparé un coffe. Vino un hombre con bigote. Nos miró a los dos. Le sonrió a él y le extendió un contrato azul. Dejó caer en mi cama una bolsa llena de telas. Tomás me volvió a decir “guaaapa” mientras sostenía los papeles del contrato en las manos. Lo entendí perfectamente. Se lo leí en alto mientras deglutía su croissant. Tomás estampó su huella dactilar en cada página, mientras yo me afanaba en hacerle un traje a medida con las telas. En una hora llegó un chófer para llevárselo a su despacho del bufete. What handsome iba el truhán… No pude evitar emocionarme. Tomás se lo merecía tanto… Me tragué una lágrima de emoción. Tomás caminaba firme hacia la puerta de la habitación de neonatos. A mí se me congelaba el corazón con cada uno de sus pasos. A punto de entornar la puerta se giró hacia mí. Me miró. Le miré. Le entendí perfectamente. Bajé de mi incubadora de un salto. Llegué hasta él running todo lo que mis pequeñas piernas me permitían… y le até los cordones de los zapatitos. Me miró con amor infinito y me dijo “guaaaapa”. Me volví a mi cuna pensando lo afortunada que era.